Sí, hay unos cuantos chiflados que creen que la IA acabará con la raza humana. Pero desde la explosiva aparición de ChatGPT el invierno pasado, la mayor preocupación para la mayoría de nosotros ha sido si estas herramientas pronto escribirán, programarán, analizarán, aportarán ideas, compondrán, diseñarán y nos dejarán sin trabajo. Ante esto, Silicon Valley y las grandes empresas se han mostrado curiosamente unidas en su optimismo. Sí, puede que algunas personas salgan perdiendo, dicen. Pero no hay que alarmarse. La IA nos hará más productivos y eso será bueno para la sociedad. En última instancia, la tecnología siempre lo es.
Como periodista que lleva años escribiendo sobre tecnología y economía, yo también me he mostrado optimista. Al fin y al cabo, estaba respaldado por un sorprendente consenso entre los economistas, que normalmente no se ponen de acuerdo en cosas tan básicas como qué es el dinero. Durante medio siglo, los economistas han venerado la tecnología como una fuerza inequívocamente positiva. Normalmente, según la «ciencia tenebrosa», dar a una persona un trozo más grande del pastel económico requiere dar un trozo más pequeño al pringado de al lado. Pero para los economistas la tecnología era diferente. Inventas la máquina de vapor, el automóvil o el TikTok, ¡y zas! como por arte de magia, el pastel se hace más grande, permitiendo que todo el mundo disfrute de un trozo mayor.
«Los economistas veían el cambio tecnológico como algo asombroso», afirma Katya Klinova, responsable de IA, trabajo y economía de la organización sin ánimo de lucro Partnership on AI. «¿Cuánto necesitamos? Tanto como sea posible. ¿Cuándo? Ayer. ¿Dónde? En todas partes». Resistirse a la tecnología era invocar el estancamiento, la pobreza, la oscuridad. Innumerables modelos económicos, así como toda la historia moderna, parecían demostrar una ecuación simple e irrefutable: tecnología = prosperidad para todos.
Solo hay un problema con esa formulación: está resultando ser errónea. Y el economista que más está haciendo sonar la alarma (el hereje que sostiene que la trayectoria actual de la IA tiene muchas más probabilidades de perjudicarnos que de ayudarnos) es quizá el principal experto mundial en los efectos de la tecnología sobre la economía.
Daron Acemoglu, economista del MIT, es tan prolífico y respetado que desde hace tiempo se le considera uno de los principales candidatos al premio Nobel de Economía. Él también acostumbraba a ser optimista con la tecnología. Pero ahora, con su viejo colaborador Simon Johnson, Acemoglu ha escrito un tratado de 546 páginas que echa por tierra esta visión de la Iglesia de la Tecnología, demostrando cómo la innovación suele acabar siendo perjudicial para la sociedad.
En su libro Poder y progreso, Acemoglu y Johnson muestran una serie de grandes inventos a lo largo de los últimos 1.000 años que, contrariamente a lo que nos han contado, no mejoraron en nada, y a veces incluso empeoraron, la vida de la mayoría de la gente. Y en los periodos en los que los grandes avances tecnológicos sí condujeron a un bien generalizado (los ejemplos que citan los optimistas de la IA) fue solo porque las élites gobernantes se vieron obligadas a compartir los beneficios de la innovación. Fue la lucha por la tecnología, y no la tecnología en sí misma, lo que acabó beneficiando a la sociedad.
«La prosperidad del pasado no es el resultado de ninguna ganancia automática y garantizada del progreso tecnológico. Somos beneficiarios del progreso, principalmente porque nuestros predecesores hicieron que el progreso funcionara para más gente», escriben Acemoglu y Johnson.
Hoy, en este momento de apogeo de la IA, ¿se beneficiará todo el mundo del avance, o acabará siendo perjudicial para la sociedad? A lo largo de 3 conversaciones este verano, Acemoglu me ha contado que le preocupa que nos estemos precipitando por un camino que acabará en catástrofe. A su alrededor, ve un torrente de señales de alarma, del tipo que, en el pasado, acabó favoreciendo a unos pocos en detrimento de la mayoría. El poder concentrado en manos de un puñado de gigantes tecnológicos. Tecnólogos, jefes e investigadores centrados en sustituir a los humanos en lugar de potenciarlos. Obsesión por la vigilancia de los empleados. Baja sindicalización sin precedentes. Democracias debilitadas.
Lo que muestra la investigación de Acemoglu (lo que nos dice la historia) es que las distopías impulsadas por la tecnología no son una rareza de la ciencia ficción. En realidad, son mucho más comunes de lo que se cree.
«Es muy probable que, si no corregimos el rumbo, tengamos un verdadero sistema de dos niveles. Un pequeño número de personas van a estar en la cima (van a diseñar y utilizar esas tecnologías) y un número muy grande de personas se dedicará solo a trabajos marginales, o no muy significativos», opina Acemoglu. El resultado, teme, es un futuro de salarios más bajos para la mayoría.
Acemoglu comparte estas terribles advertencias no para instar a los trabajadores a resistirse por completo a la IA, ni para resignarnos a contar los años hasta nuestra perdición económica. Acemoglu ve la posibilidad de un resultado beneficioso para la IA —»la tecnología que tenemos en nuestras manos tiene todas las capacidades para traer muchas cosas buenas»—, pero sólo si los trabajadores, los responsables políticos, los investigadores y tal vez incluso algunos grandes magnates tecnológicos de mentalidad abierta lo propician.
Acemoglu comparte estas funestas advertencias, no para instar a los trabajadores a resistirse por completo a la IA, ni para resignarnos a contar los años hasta nuestra perdición económica. El experto ve la posibilidad de un resultado beneficioso, pero solo si los trabajadores, los responsables políticos, los investigadores y tal vez incluso algunos magnates de la tecnología lo consiguen. Dada la rapidez con que ChatGPT se ha extendido en el ámbito laboral (el 81% de las grandes empresas encuestadas ya afirman que están usando la IA para sustituir trabajo repetitivo), Acemoglu insta a la sociedad a actuar con rapidez. Y la primera tarea es ardua: desprogramarnos a todos de lo que él llama el «tecnooptimismo ciego» propugnado por la «oligarquía moderna».
«Ésta», dice, «es la última oportunidad para que despertemos».
Acemoglu, de 56 años, vive con su mujer y sus dos hijos en un tranquilo y acomodado suburbio de Boston (Massachusetts, Estados Unidos). Pero nació a 8.000 kilómetros, en Estambul (Turquía), en un país sumido en el caos. Cuando tenía tres años, los militares se hicieron con el control del Gobierno y su padre, un profesor de izquierdas que temía por su familia, quemó sus libros. La economía se desmoronó bajo el peso de una inflación de tres dígitos, una deuda aplastante y una elevada tasa de desempleo.
Cuando Acemoglu tenía 13 años, los militares detuvieron y juzgaron a cientos de miles de personas, torturando y ejecutando a muchas. Observando la violencia y la pobreza a su alrededor, Acemoglu empezó a preguntarse por la relación entre dictaduras y crecimiento económico, una cuestión que no podría estudiar libremente si se quedaba en Turquía. A los 19 años se marchó a estudiar a Reino Unido. A la extrañamente temprana edad de 25 años, terminó su doctorado en Economía en la London School of Economics.
Trasladado a Boston para enseñar en el MIT, Acemoglu no tardó en causar sensación en el campo que había elegido. Hasta la fecha, su artículo más citado, escrito con Johnson y otro antiguo colaborador, James Robinson, aborda la cuestión que se planteaba cuando era adolescente: ¿Los países democráticos desarrollan mejores economías que las dictaduras? Es una pregunta enorme, difícil de responder, porque podría ser que la pobreza condujera a la dictadura, y no al revés. Así que Acemoglu y sus coautores emplearon una ingeniosa solución.
Analizaron las colonias europeas con altas tasas de mortalidad, en las que la historia ha demostrado que el poder seguía concentrado en manos de los pocos colonos dispuestos a enfrentarse a la muerte y la enfermedad, frente a las colonias con bajas tasas de mortalidad, en las que una mayor afluencia de colonos impulsó los derechos de propiedad y los derechos políticos que frenaron el poder del Estado. La conclusión: las colonias que desarrollaron lo que llegaron a denominar instituciones «inclusivas» (que fomentaban la inversión e imponían el imperio de la ley) acabaron siendo más ricas que sus vecinas autoritarias.
En su ambicioso y extenso libro Por qué fracasan los países, Acemoglu y Robinson rechazan la idea de que factores como la cultura, el clima y la geografía hacían ricos a unos países y pobres a otros. El único factor que realmente importaba era la democracia.
El libro fue un inesperado éxito de ventas y los economistas lo consideraron un cambio de paradigma. Pero Acemoglu también seguía otra línea de investigación que le fascinaba desde hacía tiempo: el progreso tecnológico. Como casi todos sus colegas, empezó siendo un tecnooptimista descarado. En 2008, publicó un libro de texto para estudiantes de posgrado que respaldaba la ortodoxia de que la tecnología siempre es buena. «Yo seguía el cánon de los modelos económicos y, en todos ellos, el cambio tecnológico es el principal impulsor del PIB per cápita y de los salarios. No los cuestionaba», reconoce Acemoglu.
Pero a medida que pensaba más en ello, empezó a preguntarse si habría algo más. El primer punto de inflexión fue un artículo en el que trabajó con el economista David Autor. En él había un gráfico sorprendente que trazaba los ingresos de los hombres estadounidenses a lo largo de 5 décadas, ajustados a la inflación. Durante los años 60 y principios de los 70, los salarios de todos aumentaron a la par, independientemente de la educación. Pero entonces, alrededor de 1980, los sueldos de los que tenían un título superior empezaron a dispararse, mientras que los de los graduados de secundaria y los que habían abandonado los estudios se desplomaron.
Algo estaba empeorando la vida de los estadounidenses con menos estudios. ¿Era la tecnología?
Acemoglu tenía la corazonada de que así era. Con Pascual Restrepo, uno de sus alumnos por aquel entonces, empezó a pensar en la automatización como algo que hace dos cosas opuestas simultáneamente: roba tareas a los humanos, y crea otras nuevas. Según su teoría y la de Restrepo, la situación de los trabajadores depende en gran medida del equilibrio entre estas dos acciones.
Cuando las nuevas tareas creadas compensan las robadas, a los trabajadores les va bien: pueden acceder a nuevos empleos que normalmente están mejor pagados que los anteriores. Pero cuando las tareas robadas superan a las nuevas, los trabajadores desplazados no tienen adónde ir. En un trabajo empírico posterior, Acemoglu y Restrepo demostraron que eso era exactamente lo que había ocurrido. Durante las cuatro décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, los dos tipos de tareas se equilibraron mutuamente. Pero en las tres décadas siguientes, las tareas robadas superaron a las nuevas por un amplio margen.
En resumen, la automatización fue en ambos sentidos. A veces fue buena y a veces fue mala.
Era la parte mala la que seguía sin convencer a los economistas. Así que Acemoglu y Restrepo, en busca de más pruebas empíricas, se centraron en los robots. Lo que encontraron fue asombroso: desde 1990, la introducción de cada robot redujo el empleo en aproximadamente 6 personas, al tiempo que disminuían los sueldos. «Me abrió los ojos. La gente pensaba que no sería posible que los robots tuvieran efectos tan negativos», afirma Acemoglu.
Muchos economistas, aferrados a la ortodoxia tecnológica, descartaron los efectos de los robots sobre los trabajadores humanos como un «fenómeno transitorio». Al final, insistían, la tecnología resultaría ser buena para todos. Pero a Acemoglu ese punto de vista le parecía insatisfactorio. ¿Realmente se podía calificar de «transitorio» algo que llevaba produciéndose 3 o 4 décadas? Según sus cálculos, los robots habían dejado sin trabajo a más de medio millón de personas en EEUU.
Tal vez, a largo plazo, los beneficios de la tecnología acabarían llegando a la mayoría de la gente. Pero, como dijo el economista John Maynard Keynes, «a largo plazo todos estamos muertos».
Así que Acemoglu se propuso estudiar el largo plazo. En primer lugar, él y Johnson recorrieron el curso de la historia occidental para ver si había otras épocas en las que la tecnología no cumplía sus promesas. ¿Era la reciente era de la automatización, como muchos economistas suponían, una anomalía?
Acemoglu y Johnson descubrieron que no. Pensemos, por ejemplo, en la Edad Media, un periodo que suele considerarse un páramo tecnológico. Pero la Edad Media fue testigo de una serie de innovaciones que incluían arados pesados con ruedas, relojes mecánicos, hiladoras, técnicas de rotación de cultivos más inteligentes, la adopción generalizada de carretillas y un mayor uso de caballos. Estos avances provocaron que la agricultura fuera mucho más productiva. Pero la razón por la que recordamos este periodo como la Edad Oscura es precisamente porque los avances nunca llegaron a los campesinos que realizaban el trabajo real. A pesar de todos los avances tecnológicos, trabajaban durante más horas, estaban cada vez más desnutridos y probablemente vivían menos.
Los excedentes creados por la nueva tecnología fueron a parar casi exclusivamente a las élites que se sentaban en la cima de la sociedad, como el clero, que utilizó su nueva riqueza para construir altísimas catedrales y consolidar su poder.
O pensemos en la Revolución Industrial, que los tecnooptimistas señalan alegremente como el principal ejemplo de los beneficios de la innovación. En realidad, el primer y largo tramo de la Revolución Industrial fue desastroso para los trabajadores. La tecnología que mecanizó el hilado y el tejido destruyó los medios de subsistencia de los artesanos, entregando los trabajos textiles a mujeres y niños no cualificados que cobraban salarios más bajos y prácticamente no tenían poder de negociación. Las personas que se hacinaban en las ciudades para trabajar en las fábricas vivían junto a pozos negros de desechos humanos, respiraban aire contaminado por el carbón y estaban indefensas ante epidemias como el cólera y la tuberculosis, que en muchas ocasiones acabaron con sus familias. También se veían obligadas a trabajar más horas mientras los ingresos reales se estancaban. «He recorrido los frentes de guerra de la península», se lamentaba Lord Byron ante la Cámara de los Lores en 1812. «He estado en algunas de las provincias más oprimidas de Turquía; pero nunca, bajo el más despótico de los gobiernos infieles, contemplé una miseria tan escuálida como la que he visto desde mi regreso, en el corazón mismo de un país cristiano».
Si el ciudadano medio no se benefició, ¿a dónde fue a parar toda la riqueza generada por las nuevas máquinas? Una vez más, fue acaparada por las élites: los industriales. «Normalmente, la tecnología es controlada por un número bastante reducido de personas que la utilizan principalmente en su propio beneficio.
«Esa es la gran lección de la historia de la humanidad», señala Johnson.
Pero Acemoglu y Johnson reconocen que la tecnología no siempre ha sido mala: a veces ha sido casi milagrosa. En Inglaterra, durante la segunda fase de la Revolución Industrial, los salarios reales se dispararon un 123%. La jornada laboral media se redujo a 9 horas, se redujo el trabajo infantil y aumentó la esperanza de vida. En Estados Unidos, durante el boom de la posguerra, de 1949 a 1973, los salarios reales crecieron casi un 3% al año, creando una clase media estable. «Nunca ha habido, que se sepa, otra época de prosperidad tan rápida y compartida», escriben Acemoglu y Johnson, remontándose hasta los antiguos griegos y romanos. Son episodios como estos los que hicieron que los economistas creyeran tan fervientemente en el poder de la tecnología.
¿Qué separa los buenos tiempos tecnológicos de los malos? Esa es la cuestión central que Acemoglu y Johnson abordan en Poder y progreso. Dos factores, dicen, determinan el resultado de una nueva tecnología. El primero es la naturaleza de la propia tecnología: si crea suficientes tareas nuevas para los trabajadores como para compensar las que les quita.
La primera fase de la Revolución Industrial, afirman, estuvo dominada por las máquinas textiles que sustituyeron a las hilanderas y tejedoras sin crear suficiente trabajo nuevo para ellas, condenándolas a trabajos no cualificados con salarios más bajos y peores condiciones.
En la segunda fase de la Revolución Industrial, por el contrario, las locomotoras de vapor desplazaron a los conductores, pero también crearon multitud de nuevos puestos de trabajo para maquinistas, obreros de la construcción, vendedores de billetes, porteros y los directivos que los supervisaban a todos. A menudo se trataba de empleos altamente cualificados y bien remunerados. Y al reducir el coste del transporte, la máquina de vapor también ayudó a expandir sectores como la industria de la fundición de metales y el comercio minorista, creando puestos de trabajo en esas áreas también.
«Lo especial de la IA es su velocidad. Es mucho más rápida que las tecnologías anteriores. Es omnipresente. Se va a aplicar prácticamente en todos los sectores. Y es muy flexible»
El segundo factor que determina el resultado de las nuevas tecnologías es el equilibrio de poder imperante entre los trabajadores y sus jefes. Sin suficiente poder de negociación, sostienen Acemoglu y Johnson, los trabajadores no pueden obligar a sus jefes a compartir la riqueza que generan las nuevas tecnologías. Y lo que determina el grado de poder de negociación está estrechamente relacionado con la democracia.
Las reformas electorales (impulsadas por el movimiento obrero cartista en la Gran Bretaña de 1830) fueron fundamentales para que la Revolución Industrial pasara de ser mala a ser buena. A medida que se extendió el derecho al voto, el Parlamento se hizo más receptivo a las necesidades de la población general, aprobando leyes para mejorar la sanidad, tomar medidas enérgicas contra el trabajo infantil y legalizar los sindicatos.
El crecimiento del trabajo organizado, a su vez, sentó las bases para que los trabajadores obtuvieran de sus jefes salarios más altos y mejores condiciones laborales a raíz de las innovaciones tecnológicas, junto con garantías de reciclaje profesional cuando las nuevas máquinas ocuparan sus antiguos puestos de trabajo.
En tiempos normales, estas reflexiones podrían parecer puramente académicas, otro debate más sobre cómo interpretar el pasado. Pero hay un punto en el que tanto Acemoglu como la élite tecnológica a la que critica están de acuerdo: hoy estamos en medio de otra revolución tecnológica con la IA.
«Lo especial de la IA es su velocidad. Es mucho más rápida que las tecnologías anteriores. Es omnipresente. Se va a aplicar prácticamente en todos los sectores. Y es muy flexible. Todo esto significa que lo que se está haciendo ahora con la IA puede no ser lo correcto, y si no lo es, si se toma una dirección perjudicial, puede extenderse muy rápidamente y convertirse en dominante. Así que creo que es mucho lo que está en juego», cree Acemoglu.
Acemoglu reconoce que sus opiniones distan mucho del consenso en su profesión. Pero hay indicios de que su pensamiento está empezando a tener un impacto más amplio en la batalla de opiniones sobre la IA. En junio, Gita Gopinath, que es la segunda al mando en el Fondo Monetario Internacional, pronunció un discurso en el que instaba al mundo a regular la IA de forma que beneficiara a la sociedad, citando a Acemoglu. Klinova, de la Partnership on AI, afirma que altos cargos de los principales laboratorios de IA leen y comentan su trabajo. Y Paul Romer, que ganó el premio Nobel en 2018 por un trabajo que demostró lo crucial que es la innovación para el crecimiento económico, dice que ha pasado por su propio cambio de pensamiento que refleja el de Acemoglu.
«Fue una ilusión de los economistas, entre los que me incluyo, que querían creer que las cosas saldrían bien de forma natural. Lo que cada vez tengo más claro es que eso no es así. Es obvio, a posteriori, que hay muchas formas de tecnología que pueden hacer mucho daño, y también muchas que pueden ser enormemente beneficiosas. El problema es tener alguna entidad que actúe en nombre de la sociedad en su conjunto que diga: ‘Hagamos las que son beneficiosas, no hagamos las que son perjudiciales'», señala Romer.
Romer elogia a Acemoglu por desafiar la opinión generalizada. «Le admiro de verdad, porque es fácil tener miedo de salirse demasiado del consenso. Daron es valiente por estar dispuesto a probar nuevas ideas y perseguirlas sin fijarse en lo que piensan los demás. Hay demasiado agrupamiento en torno a un estrecho conjunto de posibles puntos de vista, y realmente tenemos que mantenernos abiertos a explorar otras posibilidades», añade.
A principios de este año, unas semanas antes que el resto, una iniciativa de investigación organizada por Microsoft dio a Acemoglu acceso anticipado a GPT-4. Mientras lo probaba, le sorprendían las respuestas que obtenía del bot. «Cada vez que mantenía una conversación con GPT-4 me quedaba tan impresionado que al final decía: ‘Gracias’. Desde luego, va más allá de lo que habría pensado que sería factible hace un año. Creo que muestra un gran potencial para hacer un montón de cosas», cuenta.
Pero los primeros experimentos con la IA también le hicieron descubrir sus defectos. No cree que estemos cerca del momento en que el software pueda hacer todo lo que hacen los humanos, un estado que los informáticos denominan inteligencia artificial general. En consecuencia, Johnson y él no prevén un futuro de desempleo masivo. La gente seguirá trabajando, pero con salarios más bajos. «Lo que nos preocupa es que las habilidades de un gran número de trabajadores serán mucho menos valiosas. Así que sus ingresos no se mantendrán», reflexiona.
El interés de Acemoglu por la IA es muy anterior a la popularidad de ChatGPT. En parte, gracias a su mujer, Asu Ozdaglar, que dirige el departamento de Ingeniería Eléctrica e Informática del MIT. Gracias a ella, recibió una educación temprana en aprendizaje automático, lo que estaba haciendo posible que los ordenadores realizaran un abanico más grande de tareas. A medida que profundizaba en la automatización, empezó a preguntarse por sus efectos no solo en los trabajos de fábrica, sino también en los de oficina.
«Los robots son importantes pero, ¿cuántos obreros nos quedan? Si tienes una tecnología que automatiza el trabajo del conocimiento, el trabajo de oficina, va a ser mucho más importante para esta próxima etapa de automatización», afirma.
En teoría, es posible que la automatización acabe siendo buena para los trabajadores de oficina. Pero ahora mismo, a Acemoglu le preocupa que acabe siendo negativa, porque la sociedad actual no presenta las condiciones necesarias para garantizar que las nuevas tecnologías beneficien a todos. En primer lugar, gracias a un ataque de décadas contra el trabajo organizado, solo el 10% de la población activa está sindicada en EEUU, un mínimo histórico.
Sin poder de negociación, los trabajadores no podrán opinar sobre cómo se implementan las herramientas de IA en el trabajo, o quién comparte la riqueza que crean. Y en segundo lugar, los años de desinformación han debilitado las instituciones democráticas, una tendencia que probablemente empeore con las herramientas de deepfake.
Además, a Acemoglu le preocupa que la IA no esté creando suficientes trabajos nuevos para compensar los que está eliminando. En un estudio reciente, descubrió que las empresas que contrataron a más especialistas en IA durante la última década, contrataron menos personal en general. Esto sugiere que, incluso antes de la era ChatGPT, los empresarios utilizaban la IA para sustituir a sus trabajadores por software, en lugar de utilizarla para hacer que los humanos fueran más productivos, al igual que habían hecho con formas anteriores de tecnologías digitales.
Las empresas, por supuesto, siempre abogan por recortar costes y obtener beneficios a corto plazo. Pero Acemoglu también culpa al campo de la investigación en IA del énfasis en la sustitución de trabajadores. Los informáticos, señala, juzgan sus creaciones de IA viendo si sus programas pueden alcanzar la «paridad humana», es decir, completar ciertas tareas tan bien como las personas.
«Para la gente del sector y del ecosistema en general, juzgar estas nuevas tecnologías por su capacidad de parecerse a los humanos se ha convertido en algo natural. Eso crea un camino muy natural hacia la automatización y la réplica de lo que hacen los humanos, y a menudo no lo suficiente en cómo pueden ser más útiles para los humanos con habilidades muy diferentes a las de los ordenadores», argumenta Acemoglu.
Acemoglu continúa explicando que crear herramientas que sean útiles para los trabajadores humanos, en lugar de herramientas que los sustituyan, beneficiaría no solo a los trabajadores, sino también a sus jefes. ¿Por qué concentrar tanta energía en hacer algo que los humanos ya pueden hacer razonablemente bien, cuando la IA podría ayudarnos a hacer lo que nunca habíamos podido?
Es un mensaje que Erik Brynjolfsson, otro destacado economista que estudia el cambio tecnológico. «Habría sido lamentable que alguien se hubiera propuesto fabricar un coche con pies y piernas que se pareciera a los humanos. Habría sido un coche muy lento», afirma Brynjolfsson. Construir herramientas de IA con el objetivo de imitar a los humanos tampoco permite aprovechar el verdadero potencial de la tecnología.
«El futuro va a consistir en gran medida en el trabajo del conocimiento. La IA generativa podría ser una de las herramientas que hagan a los trabajadores mucho más productivos. Es una gran promesa. Aquí hay un camino elevado en el que realmente se puede aumentar la productividad, obtener beneficios, así como contribuir al bien social, si se encuentra una manera de utilizar esta tecnología como una herramienta que empodere a los trabajadores», afirma Acemoglu.
En marzo, Acemoglu firmó una polémica carta abierta en la que pedía a los laboratorios de IA que detuvieran el entrenamiento de sus sistemas durante al menos 6 meses. No creía que las empresas fueran a adoptar la moratoria, y no estaba de acuerdo con el énfasis de la carta en el riesgo existencial que la IA supone para la humanidad. Pero de todos modos se unió a la lista de más de 1.000 firmas, un grupo que incluía al científico de IA Yoshua Bengio, al historiador Yuval Noah Harari, al excandidato presidencial Andrew Yang y, extrañamente, a Elon Musk.
«Me pareció extraordinario que reuniera a una increíble muestra representativa de personas muy diferentes que expresaban su preocupación por el rumbo de la tecnología. Es importante que haya personas de alto perfil dispuestos a alzar la voz y decir: ‘Mira, podría haber algo mal con la dirección del cambio tecnológico, y deberíamos echar un vistazo y pensar en la regulación'», señala Acemoglu.
Cuando la sociedad está preparada para empezar a hablar de formas concretas de garantizar que la IA conduzca a una prosperidad compartida, Acemoglu y Johnson dedican un capítulo entero al final de su libro a lo que consideran soluciones prometedoras. Entre ellas: gravar menos los salarios y más el software, para que las empresas no se vean incentivadas a sustituir a sus trabajadores por tecnología; fomentar nuevas organizaciones que defiendan las necesidades de los trabajadores en la era de la IA, del mismo modo que Greenpeace promueve el activismo climático; obligar a las empresas de internet a dejar de promover la desinformación dañina para la democracia; crear subvenciones para la tecnología que complemente a los trabajadores en lugar de sustituirlos, y, en términos más generales, fragmentar las grandes empresas tecnológicas para fomentar la competencia y la innovación.
«He percibido un malestar latente entre los economistas ante la perspectiva de interferir en la forma en la que la tecnología se desarrolla en el mercado»
Los economistas (al menos los que no son conservadores a ultranza) no se oponen en general a las propuestas de Acemoglu de aumentar el poder de negociación de los trabajadores. Pero muchos se oponen a la idea de intentar dirigir la investigación y la aplicación de la IA en una dirección que sea beneficiosa para los trabajadores. Algunos se preguntan si es posible predecir qué tecnologías crearán suficientes tareas nuevas para compensar las que sustituyen. Pero en mis conversaciones privadas con economistas, también he percibido una incomodidad ante la perspectiva de interferir en la forma en que la tecnología se desarrolla en el mercado.
Desde 1800, cuando la Revolución Industrial empezó a arraigar en Estados Unidos, el PIB per cápita (la medida más común del nivel de vida) se ha multiplicado por más de 20. La mano invisible de la tecnología, siguen creyendo la mayoría de los economistas, acabará beneficiando a todos, si se la deja a su aire.
Yo también pensaba así. Hace una década, cuando empecé a informar sobre los probables efectos del aprendizaje automático, el consenso era que carreras como la mía (que requieren una dosis significativa de creatividad e inteligencia social) seguían siendo seguras.
En los últimos meses, incluso cuando se hizo evidente lo bien que puede escribir ChatGPT, seguí tranquilizándome con la visión más habitual sobre este tema. La inteligencia artificial nos va a hacer más productivos, y eso será estupendo para la sociedad. Ahora, después de revisar la investigación de Acemoglu, el mantra que escucho en mi cabeza es otro: estamos todos jodidos.
Acemoglu no pretendía llegar a esa conclusión. En nuestras conversaciones, me ha repetido una y otra vez que no somos impotentes ante el futuro distópico que él prevé, que tenemos la capacidad de dirigir el desarrollo de la IA. Sí, para ello será necesario aprobar una larga lista de grandes políticas, ante un lobby tecnológico con recursos ilimitados, con un Congreso disfuncional y un Tribunal Supremo profundamente favorable a las empresas, en un contexto en el que el público recibe una manguera digital de mentiras cada vez más descaradas. Y sí, hay días en los que él tampoco se siente muy bien con nuestras posibilidades.
«Me doy cuenta de que es una tarea muy, muy difícil», dice Acemoglu. Pero, ¿sabes quién tenía aún menos posibilidades? Los trabajadores ingleses de mediados del siglo XIX, que soportaron casi 100 años de distopía tecnológica. En aquella época, pocos tenían derecho a voto, y mucho menos a unirse a un sindicato. Los que exigían el sufragio universal masculino fueron encarcelados. Los que rompieron las máquinas textiles que los desplazaban fueron exiliados a Australia o ahorcados. Sin embargo, se dieron cuenta de que merecían más y lucharon por los derechos que se tradujeron en salarios más altos y una vida mejor para ellos y, dos siglos después, para nosotros. Si no se hubieran preocupado, la evolución de la tecnología habría sido muy distinta.
«Nos hemos beneficiado mucho de la tecnología, pero no hay nada automático en ello. Podría haber ido en muy mala dirección de no haber sido por los ajustes institucionales, normativos y tecnológicos. Por eso este es un periodo trascendental: porque hoy hay que tomar decisiones similares», opina Acemoglu. La conclusión que hay que sacar no es que la tecnología sea enemiga de los trabajadores. Es que tenemos que asegurarnos de que acabamos con direcciones de la tecnología que son más propicias para el crecimiento salarial y la prosperidad compartida. Por eso Acemoglu dedicó Poder y progreso no solo a su mujer, sino también a sus dos hijos. La historia puede señalar lo destructiva que puede llegar a ser la IA. Pero no tiene por qué repetirse.
«Nuestro libro es un análisis. Pero también anima a la gente a implicarse por un futuro mejor. Lo escribí para la próxima generación, con la esperanza de que mejore», sentencia.